Después de dar mi último grito

Desperté enredada entre los hilos de mi hamaca. Qué rayos, si yo duermo en cam… En ese momento caí en cuenta de la orfandad en la que me habían dejado las palabras, no podía decir lo que pensaba. No fue un sueño… ¡No fue un sueño!

Siempre que nos abrazábamos, se agachaba.  Decía que cuando nos dirijamos al otro, debe de ser desde la misma altura. Su olor mezclado entre talco y perfume era señal de que estábamos compartiendo el mismo espacio, sin soltarnos.

No recuerdo nada de la noche anterior. Solo haber gritado tanto y tan fuerte, que la voz se me acabó. Las palabras desaparecieron, sin dejarme la llave para salir de esta celda. Fue tu culpa, las cansaste de tanto griterío. Lo único que me dejaron fue una libreta amarilla, mi color favorito. Ésta me recordaba al vestido que mamá Maru utilizaba cada domingo después de misa y a la sensación rasposa de la tela sobre mi piel cuando la abrazaba. Siempre que nos abrazábamos, se agachaba. Decía que cuando nos dirijamos al otro, debe de ser desde la misma altura. Su olor mezclado entre talco y perfume era señal de que estábamos compartiendo el mismo espacio, sin soltarnos. Ahora que lo pienso, anoche también sentía la garganta rasposa, pero era diferente. Esta raspadura era inquietante, colérica. Trato de recordar la primera vez que grité así, pero no llego a nada. Cansada de pensar en por qué se marcharon, me puse a buscar soluciones.

Tecleé, "Me quedé sin voz, qué hago" en el buscador de mi computadoraDurante la mañana hice todo aquello que alcanzaba a leer. Gárgaras, beber agua, tomar jengibre. Incluso encontré caramelos de miel dentro del bolsillo de un pantalón. Nada funcionó. Decidí tomar medidas desesperadas. Bajé al cuarto de mamá Maru, saqué su antiguo vestido amarillo. En un mensaje de texto le escribí que se lo pusiera y me abrazara. Tontamente, pensaba que el extraño olor cargaba con alguna magia. Pero nada sucedió. "¿Estás bien, mijita? ¿Por qué no hablas?", me preguntó preocupada. Aguantándome el llanto, le escribí otro mensaje de texto. Todo está bien, abue. Estoy haciendo un experimento de no hablar por un día. Se empezó a reír de mí, diciéndome que ya estoy con otra de mis ocurrencias. Ojalá fuera eso, una ocurrencia más.

Ay, el clima de aquí es una locura... de qué habló, yo también lo soy.

Frustrada, regresé a mi cuarto. Me lancé de golpe a la cama y por accidente, me golpeé la rodilla con la base de madera. Mil insultos quisieron salir de mi boca y no pudieron. Empecé a llorar, no por el dolor punzante, sino por el abandono. No podía creerlo, me resultaba tan injusto. Si fueron ellas quienes decidieron salir así, sin pensarlo y con fuerza. Yo solo lo permití. Hacía mucho calor, mi cuello no dejaba de sudar, así que me recogí el cabello en una coleta y me tiré al piso que, en estos tiempos, suele estar frío. "Ay, el clima de aquí es una locura... de qué hablo, yo también lo soy", solté un suspiro mientras estiraba mis brazos a lo largo del piso. Giré mi cabeza a la izquierda y ahí estaba una libreta amarilla abierta a la mitad, como si se hubiera caído del escritorio. "¿Cuándo compré esta libreta?", pensé extrañada. Sin levantarme del suelo, me arrastré a agarrarla. No había nada escrito en ella, las hojas estaban completamente blancas. "¡Ah! Seguramente es un regalo de mi abue", siempre me ha criticado por coleccionar tantas libretas que termino por nunca usar. Y, aun así, siempre me regala una nueva.

Me levanté del piso y coloqué la libreta sobre el escritorio. No sabía qué hacer con ella, todavía estaba tratando de solucionar mi pérdida de voz. "Tal vez deba volver al principio para saber qué pasó", cerré mis ojos y recorrí los sucesos de anoche. Bar, ride, llamada, gritos. Bar, ride, llamada, gritos. Bar, ride, llamada… gritos. Luego de eso, mi memoria se ponía en blanco. Fue como si la ira hubiera sido tanta que me hiciera perder la consciencia. Abrí los ojos, di un par de brincos para sacudir mi cuerpo y me acosté. Volví a cerrar los ojos. Ahora me concentraba en los gritos.

Estaba viviendo un duelo y no había tumba sobre la cual llorar. No había nada que enterrar en mi patio trasero ni nada que poner como recuerdo en mi escritorio.

En el fondo de mis recuerdos, escuché una voz que no era mía. Si quieres seguir hablándome, hazlo. Si no, pues no. Adiós. ¡Eso fue! Mis palabras siempre han tenido vida propia, no es la primera que no he podido controlarlas, pero siempre volvían. ¿Y cómo no lo iban a hacer? Estaban dolidas por aquellas palabras que las enfurecieron y no se pararon a pensar que una vez que salieran así, ya no podrían volver. Una nostalgia invadió mi pecho. "Entiendo… pero aun así, me abandonaron".

Con los ojos cerrados y la boca temblorosa, solté unas lágrimas. Mis viejas amigas se fueron para no volver y me dejaron en este cuerpo que ahora se sentía cárcel. Me senté en el escritorio y fijé mi mirada en la libreta amarilla que mamá Maru me había regalado. Sonreí débilmente. Estaba viviendo un duelo y no había tumba sobre la cual llorar. No había nada que enterrar en mi patio trasero ni nada que poner como recuerdo en mi escritorio. Solo tenía una libreta vacía. De pronto, algo cuadró en mi cabeza. Aquí es, pensé mientras agarraba un lápiz para escribir en ella. Pensé por largo rato que sería lo más adecuado escribir. ¿Algo rebuscado? ¿Algo escueto? O mejor, ¿algo sin sentido? Nada parecía correcto ni digno. Me sacudí el cabello con las manos y me acosté de nuevo en el piso frío. Divagué de nuevo sobre la primera vez que había gritado como lo hice anoche.

Toc, toc, se escuchó por la puerta, "¿puedo entrar, mijita?". No respondí. "¡Cierto! Estás con lo de tu voto de silencio, lo había olvidado", y entró al cuarto. Me vio tirada en el piso y me preguntó si era otro de mis experimentos. Asentí con la cabeza. Ya a punto de darme por vencida, le escribí un mensaje de texto preguntándole cuándo fue la ultima vez que me vio gritar a todo pulmón. "Pues, tú eres muy tranquila, pero cuando naciste, no parabas de gritar y llorar, como lo hacen todos los recién nacidos, ¿por qué?" Algo dentro de mí hizo click y las risas invadieron mi cuerpo. Claro, cómo me iba a acordar de aquello que ni siquiera tengo memoria. Mi abue no entendía mis carcajadas ahogadas, pero ella suponía que ya estaba mejor. "Bueno, mija, ya me voy a dormir, buenas noches", mientras me daba un beso en la frente y se fue.

Con la risa ahogada, me paré y con el lápiz en mano, escribí en la primera hoja de la libreta: Hoy, después de dar mi último grito y despedirme de ustedes, he vuelto a nacer.


*Este texto fue publicado por primera vez en Atáud y Mediodía, en el periodico digital La Pared Noticias.

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