Egos marchitos

A los ocho años, cada que hacía un ejercicio bien mi instructor de ping-pong me daba una nalgada. Un día platicando con mamá le comenté de esto.

Al día siguiente no volví a esas clases.

A los nueve años, mi hermano y yo sacamos un seis en Historia y un siete en Geografía, respectivamente. Habíamos ido a visitar a la abuela, pero nuestro padre no estaba contento. No nos dejaba de decir que éramos unos burros. Mi abuela tenía en la entrada una bella puerta tallada con hermosos detalles. Al irnos, yo enfrente de papá, él con toda su fuerza azota mi cabeza contra los huecos de aquella puerta. No sé por qué lo hizo, mi abuela gritó de enojo. Yo estaba impactada y asustada. Desde entonces, procuraba sacar buenas calificaciones. Al terminar la primaria, me dieron un diploma de Excelencia Académica.

No recuerdo dónde dejé arrumbado ese papel.

A los quince años, me gustaba sentarme hasta atrás en el camión al volver a casa. Todos odiaban el golpeteo al pasar por los topes, pero a mí me gustaba observar a todos desde ese lugar, hasta aquel día. Un hombre de calvicie media se sienta a mi lado y me pregunta por la hora. “¿Y a este qué le pasa?”, él tenía su propio reloj en la muñeca. No importa, le di la hora y me empieza a hacer platica. Yo estaba a dos esquinas de bajarme, así que decidí seguirle la corriente. Al levantarme y agarrarme del tubo, él pone su mano sobre la mía y la aprieta, mientras me miraba fijamente a los ojos. Grité “¡Baja!” y salté del camión. Me lastimé la rodilla y la boca me temblaba. Dos chicos que bajaron al mismo tiempo que yo me preguntaron si estaba bien.

Les mentí. No veía caso hablar del tema.

A los dieciséis años, cerca de mi casa abrieron un restaurante. Todas las tardes me dirigía a la tienda a comprar una Solero de limón, eran mis favoritas. Un día regresando feliz con mi paleta helada, a lo lejos reconocí al hombre de calvicie media montado en una bicicleta. Él igual me reconoció, me vio entrar a mi casa. Él traía una camisa con el logo del nuevo restaurante. Y como lo esperaba: todas las tardes al ir por mi paleta, me lo topaba. Me veía y yo a él. Dejé de salir con shorts cortos y me ponía camisas holgadas. Al poco tiempo, dejé de ir a comprar esas paletas. Luego de un año, el restaurante cerró y nunca más lo volví a ver.

No recuerdo la última vez que probé esa paleta de limón.

A los diecisiete años, mientras esperaba el camión cerca de mi casa, un auto se estacionó enfrente mío. Bajó sus ventanas y ahí estaba un hombre masturbándose mientras me veía a los ojos. Al día de hoy, solo recuerdo regresar a mi casa, corriendo con los labios temblorosos. 

Mamá, sin entender nada, solo me abrazaba.

A los diecinueve, salí por primera vez a tomar con mi profesor y otros compañeros y compañeras de clase. Estábamos muy felices y cómodos, de la cantina pasamos a casa de una de ellas. Nos sentamos en unas sillas de plástico, el profesor enfrente de mí me pide que estire mi pierna. Yo, ingenuamente y bajo los efectos del alcohol, lo hice. Empezó masajearme. Sus manos fueron subiendo poco a poco hasta llegar a mi entrepierna. Brinqué del susto y fui corriendo al baño. Rápidamente, pedí un taxi y me fui de ahí. Llegué alterada a mi casa y mi abuela solo me reclamaba el estar ebria. No sabía cómo explicarle que mi frenesí no era solo por eso. El profesor no volvió a saludarme dentro del campus. Tampoco quería que lo hiciera. 

Nunca lo denuncié porque sentía pena. Ahora me arrepiento mucho.

A los veinte, otro profesor me invitó a colaborar junto con él en un proyecto. Pidió nos viéramos para tomar algo. Creí iríamos a un bar, pero compró un six de bohemias en el Oxxo y se estacionó en una esquina de Periférico. Empezó a platicar conmigo de todo, menos del proyecto. Yo quería salir de ahí, pero no sabía cómo. No recuerdo qué tanto hablamos, solo que acordé en ayudarlo.

Quería regresar pronto a casa.

A los veintiuno, recibí por primera vez en mi cuenta de Instagram una dick pic, pero más que eso, fue un video de un minuto de la persona masturbándose mientras en su computadora tenía abierto mi perfil. Recuerdo que en esa foto tenía una blusa roja de tirantes que me hacía sentir linda.

Cerré todo, me creé una cuenta privada y regalé esa blusa.

A los veintidós, conocí a un chico donde trabajaba. Conectamos bien y al día siguiente me invitó a su casa. Él vivía solo, pero aun así fui. Una parte de mí se imaginaba qué podría pasar, y efectivamente así fue. Pero apenas inició, yo quería que parara. Pero no supe cómo decirle. Así que, como muñeca inflable, simplemente me quede quieta a que terminara. Él se quedó dormido, mientras yo sollozaba en silencio.

Juré nunca más quedarme callada.

A los veintitrés, en una de mis visitas a San Cristóbal de Las Casas, decidí hospedarme en el hostal de mi padre. Una mañana, yo con prisa esperando a mi amiga para que alcancemos nuestro tour, me presenta a un arquitecto que también se estaba hospedando ahí. Él tampoco esperaba el siguiente comentario de mi padre: “¿No te quieres casar con ella? Así ambos se pueden quedar acá”. Tanto el muchacho como yo, sorprendidos por la seriedad de las palabras de mi padre, simplemente nos reímos. Pero por dentro yo estaba gritando de enojo y vergüenza. No le dirigí la palabra por el resto del día.

A los veinticuatro, empecé a aceptar más mi cuerpo, dejé de esconderlo. Dentro de casa, decidí vestir brassier o bralettes. Peleaba constantemente con mamá. “No te vistas así, no ves que tu abuelo está acá, tus tíos vienen de visita”. Y es que, ¿por qué la que recibe el sermón soy yo y no ellos? ¿Cuál es el miedo? ¿A que me sexualicen?

A pesar de mi molestia, antes de bajar a la cocina, me puse una camisa encima.

A los veinticuatro, solía tener un amigo en la Universidad. O eso creía. A él le encantaba nalguearme y reírse de mi reacción. Disfrutaba verme molesta, disfrutaba ridiculizarme. Y yo lo permitía. Me enojaba, pero lo permitía. Hasta que un día, luego de una marcha feminista, yo defendí las pintas en la pared. Mi proyecto de carrera fue una investigación alrededor del street art, del graffiti, de la intervención en el espacio público. Pero nada de eso importaba. Él en su intento de tener la razón, terminó insultándome de mil maneras. Desde llamarme “borrega chaira” y “espero que cuando los putazos empiecen, tú seas la primera en recibirlos”, hasta “te crees una lideresa, pero no”. Al final, me bloqueó. Lloré. No sé si de enojo o decepción, pero lloré. El año pasado, me envió un mensaje pidiendo una disculpa.

No pude responderle.

A los veinticinco, festejé Año Nuevo en casa de unos amigos junto con mi pareja. Él y yo estuvimos cada quien platicando con diferentes personas durante la noche. Yo estaba muy feliz y cómoda, pero supongo él no. En la madrugada, sin avisarme, se levanta y dice con voz firme enfrente de todos, “Ya me voy, si quieres quedarte, quédate". Todos se me quedaron viendo, él no se había dado cuenta del tono de lo que dijo. Avergonzada, me levanté y me fui con él.

Esa noche pensé que fue mi culpa, que algo hice para molestarlo.

A los veinticinco, empecé a salir con un estudiante de Medicina que se desaparecía por días bajo la excusa, “Es que estaba en guardia y con exámenes”. Yo le creía, no veía razón para no hacerlo. Hasta que un día que descubrí andaba de novio con otra persona, amiga de una amiga. Mi amiga me preguntó sobre él, yo le conté todo. Me rehusaba a ser su alcahueta. Al día siguiente, amanecí con muchos mensajes hirientes. “Eres una intensa”, “Dices ser muy chill, pero eres una farsa”, “Ve a decirle a quien quieras, qué te pasa”.

 

Riñas.

Todas por un ego herido,

pero no cualquier ego.

El ego de quien se hace llamar mi padre.

De quien se hizo llamar mi amigo.

De quienes fueron mis parejas.

Al día de hoy, el miedo me persigue.


Hasta hace unos años, desconocía el término “lugar seguro”.

Corro y tomo refugio: en mis poesías, en mis canciones, en mis amistades, en mi mascota.


Pero de cuando en cuando, el miedo vuelve. Mi corazón late.

Hoy mi corazón está latiendo,

pero no de la forma


en la que quisiera que lo haga.

🥀

Comentarios

  1. Lamento cada golpe que te hace sentir triste. Está noche te agradezco que a pesar de lo mucho que te duele cada historia, te compartas, te permitas leer con otra alma herida que al leerte no se siente sola. Gracias.

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  2. Muchas gracias por leer y compartir conmigo todo esto, Nicte. Te mando un abracito virtual y aquí estamos🍂

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  3. Hija perdón por lastimarte, nunca he dejado de amarte, mientras tenga vida esperaré tu cariño ❤️🌹 te amo

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